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LA ALEGRIA DE LA VIDA

La leyenda del abuelo Botxo

Habíamos decidido pasar nuestro primer aniversario de boda en Navarra. Una elección que marcaría nuestras vidas para siempre. Cuatro días alejados del estresante Madrid, dejando atrás los problemas que durante las últimas semanas nos habían atormentado tanto física como mentalmente. Según aumentaban los kilómetros recorridos en el coche, más liberados nos encontrábamos. Las risas aparecieron de repente mientras cantábamos a dúo una nueva canción en la radio.

 Como viajeros expertos que éramos,  el primer día acudimos a la oficina de turismo para recibir información experta acerca de los mejores lugares que podíamos visitar en la región. Nos recorrimos Pamplona de cabo a rabo, disfrutando de cada rincón que encontrábamos a cada paso que dábamos por la ciudad. Para mí lo más especial fue realizar a pie el recorrido tradicional de los encierros, evento que no suelo perderme cada año, allá donde esté. El viaje de retorno al hotel estuvo cargado de cierto aire de misticismo. Suave lluvia. Carretera escasamente iluminada. Luna llena. Parecía como si de un momento a otro nos fuéramos a cruzar con algún druida. Nos reímos ante la extraña posibilidad que cruzaba nuestras agotadas mentes.

Después de cenar y ya instalados cómodamente sobre la mullida cama, revisamos los trípticos que nos había entregado la amable dependienta, para establecer nuestros objetivos del día siguiente. Concretamos que sería el Monasterio de Irantzu y el Nacedero del Urederra, mezcla de cultura y naturaleza.

 Al día siguiente despertamos de buen humor después de haber descansado plácidamente durante toda la noche. Nos preparamos para nuestro nuevo día de visitas por Navarra. El día había amanecido gris y lluvioso. Un fuerte viento helado agitaba las hojas de los árboles cercanos. Nos pusimos encima toda aquella ropa de abrigo que habíamos llevado en nuestras maletas. Tras un fuerte desayuno, emprendimos el viaje.

 La primera etapa nos resultó muy placentera. Un monasterio casi totalmente reconstruido perdido a los pies de la sierra de Urbasa. Tuvimos que correr desde el coche hasta el monasterio para evitar terminar calados hasta los huesos. Durante la visita a la capilla, escasamente iluminada, experimentamos un momento místico. Una máquina se tragó una moneda de 50 céntimos y de pronto un canto gregoriano se apoderó del recinto. Me dieron ganas de arrodillarme y pedir perdón por mis pecados, como si Dios mismo fuera a entrar por alguno de los ventanales. Nos abrazamos sintiendo como nuestras almas se convertían en una sola. Un momento muy especial para nuestro aniversario.

 Tras un delicioso caldo caliente en la cafetería, que recompuso nuestros helados cuerpos, continuamos hasta el segundo punto de nuestro itinerario, el nacedero del Urederra. Durante el camino de ida, sólo silencio, roto en alguna ocasión por las indicaciones del GPS. La paz se había apoderado de nuestra mente y ninguno quería romper tan maravilloso momento.

 Aparcamos el coche cerca de un bar, próximo al comienzo del sendero. Teníamos por delante un agradable paseo de 6 kilómetros por un camino completamente embarrado por la cantidad de agua caída. Luego, 2 kilómetros más si queríamos contemplar el nacimiento del río. Paseamos cogidos de la mano hasta llegar a la verja que indicaba el inicio de la ruta campestre. Nos pusimos a andar con fuerza y alegría a pesar de lo resbaladizo del terreno. Tras una curva nos encontramos, a lo lejos, con otro valiente que había decidido desafiar las adversas condiciones atmosféricas. Era el típico parroquiano de pueblo. Un hombre mayor, con la cara surcada de arrugas y con la boina negra calada hasta las orejas. Portaba una larga vara de madera para evitar caerse  y un abrigo que desprendía un fuerte olor a oveja.

     -  Buenos días – saludé educadamente.

     - Buenos días caminantes. ¿Van ustedes al Nacedero?

     - Bueno, esa es nuestra intención. Ya veremos si somos capaces.

     - Seguro que sí. Ustedes son jóvenes y el camino no es excesivamente duro. ¿Me permiten que les acompañe? Resulta algo aburrido caminar sólo.

     - Por supuesto. No hay problema.

Proseguimos los tres por el sendero marcado, acompañados por el anciano, que se nos presentó como Arturo, aunque según él todos en el pueblo le llamaban Botxo. Los primeros 6 kilómetros se nos pasaron en un suspiro mientras Botxo nos iba contando anécdotas vividas en el bosque cuando era joven. La mayoría de sus compañeros de andanzas habían fallecido hace tiempo pero recordaba cada historia como si hubieran sucedido ayer mismo. Nos alertaba de los peligros que iban apareciendo en el camino, como rocas sueltas, zonas más resbaladizas o ramas excesivamente bajas. Incluso sabía el nombre de cada árbol o de cada ave que nos íbamos encontrando. Era un guía perfecto.

Iniciamos el ascenso hasta el Nacedero. Botxo iba delante indicándonos la mejor forma de ascender. Yo tropecé un par de veces y nuestro anciano acompañante, más rápido de reflejos de lo que aparentaba su edad, evitó mi segura caída con su larga vara.

 

Por fin, después de 15 interminables y duros minutos, divisamos el salto de agua que marcaba el fin de nuestro viaje y el inicio del río. En las proximidades, a una altura de 20 metros habían colocado una plataforma para observarlo más de cerca. Subimos hasta ella para sacar algunas fotos que confirmarán nuestra visita a tan bello paraje. Nos aproximamos a la barandilla para contemplar la fantástica catarata formada en la pared plana de la sierra.

 

     - Tengan cuidado al asomarse, amigos- nos previno Botxo.

     - No se preocupe, tendremos cuidado – contestó atentamente mi mujer.

     - No, no. ¡Tengan mucho cuidado! – gritó Botxo claramente enfadado.

Mi mujer y yo nos miramos extrañados antes tal explosión del mal genio. Ya me veía cruzando algo más que palabras con él.

 

     - Tranquilo, Botxo. Y, sobretodo, no grite.

     - No, no. ¿Ven aquella piedra pequeña de allí? – preguntó Botxo señalando a un pequeño saliente cerca de la plataforma.

     - Si. Claro que la veo, como para no verla.

     - Pues, yo no la vi – sentenció Botxo mientras su figura se iba desvaneciéndose en el aire hasta desaparecer por completo.

Mi mujer y yo nos miramos atónitos durante escasos segundos. Los necesarios para ser conscientes de lo que acabábamos de presenciar. Salimos corriendo como alma que lleva el diablo. Corrimos y corrimos sin cesar. Caímos varias veces sobre el barro, empapando por completo nuestras ropas. Un miedo irracional se había apoderado de nuestras mentes, alejando todo capacidad de raciocinio de su interior.

No cesamos de galopar hasta llegar al pueblo. Allí nos sentimos definitivamente a salvo. Entramos en el bar, con el corazón todavía a punto de salir por nuestras bocas.

     - Pero, ¿qué coño les ha pasado? Vaya pintas. – preguntó la camarera

     - No lo sabemos pero todavía estoy acojonados – dije casi entre lágrimas.

     - No me cuente más. Sin duda, ustedes han visto al abuelo Botxo, ¿verdad?

     - Exacto. ¿Cómo lo sabe?

     - Es una leyenda propia de esta sierra. Un anciano, el abuelo Botxo, que guía a los viajeros a través de camino hasta el Nacedero. Una penitencia por una vida llena de malas acciones. No son los primeros y seguro que tampoco serán los últimos. ¿Qué les pongo?

     - Una botella de agua y 2 tilas. Necesito tranquilizarme para poder volver a coger el coche.

Tras intentar relajarnos, nos volvimos raudos en coche hasta el hotel. No volvimos a salir de la habitación hasta el momento de volver a Madrid. Hablamos largo y tendido sobre lo ocurrido. De vuelta a casa decidimos no contárselo a nadie. Sin duda, nos tomarían por locos.

 

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