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LA ALEGRIA DE LA VIDA

Sueño

Una retahíla continua de amenazantes olas golpean violentamente los laterales de ese pedazo de madera al que algunos se atrevían a llamar patera. Un aterrado silencio envuelve a los guerreros que han osado desafiar al océano en una noche tan inhóspita. Sólo el monótono rugido del motor logra interponerse en la batalla en que ambos bandos se encuentran inmersos. Otra guerra parece tener lugar en el cielo entre pesadas nubes negras cargadas de lluvia y los finos rayos que desprende la luna en su tránsito diario. Ombuto, permanece impávido sentado a proa, sin ser capaz de escapar del influjo hipnótico de la gran muralla que la oscuridad ha desplegado delante de ellos. Intenta encontrar una señal de tierra firme y celebrar la victoria frente a la gran masa de agua. Apiñado en la misma postura desde que se inició el viaje apenas es capaz de sentir si sus piernas siguen debajo de su cuerpo. Nueva vida en tierra extraña. No le importa la andana de viento frío enviada por el invisible enemigo porque al atravesar el duro pelo de azabache queda prendido en él  un nombre lleno de esperanza: España.

Desde que tuvo la conciencia suficiente para comprender y analizar el futuro que le esperaba en el pueblo sintió la necesidad de buscar su sitio en otro lugar. Su lugar tenía que estar más allá de las montañas que rodeaban su aldea. Las penurias a sufrir eran muchas y los momentos de alegría más bien escasos. No se veía toda la vida portando el cayado heredado de su padre que le señalaba como el pastor del pueblo. Odiaba a las cabras en su totalidad, desde su asqueroso olor hasta el desagradable sabor de su carne asada en el fuego del hogar. Ni siquiera era capaz de imaginarse casado por obligación, como marcaba la tradición,  con alguna de las desgarbadas mujeres que vivían por allí. Pero a pesar de todo eso nunca había estado convencido por completo de dar el paso adelante hasta que un día, un viajero perdido, le habló de una tierra lejana. Tras varios días charlando acerca de ese otro lugar del mundo las cadenas que le ataban a su familia y a su tierra se cayeron a plomo sin que nadie más a su alrededor se diera cuenta de ello.

Una noche se marchó con la esperanza de que fuera para siempre. Abandonó en sigilo la casa que compartía con su familia bajo el amparo de una oscuridad que parecía unirse a su causa. No soportaría ver reflejada la vergüenza de la fuga en el rostro de su padre. O de pérdida de un hijo en la cara de su madre. Sabía que no entenderían la decisión que tanto le había costado asumir.

 El camino hasta la costa fue muy duro. El hambre y el cansancio se hicieron compañeros de su viaje. A pesar de vagar por el desierto durante varias jornadas no pudo evitar que su alma se emparara de una tristeza gris. En cada pueblo o ciudad desempeñaba cualquier trabajo que le reportara algunas monedas con las que intentar acallar las protestas de su estómago o los gritos secos de su garganta. Tampoco podía permitirse excesos pues debía guardar parte para pagar el pasaje y eso le impedía desprenderse de tan molestos acompañantes. Cuando, después de varios meses de travesía, llego al pueblo costero aún necesitaba muchas monedas. No tuvo más remedio que esperar algo más de un año hasta poder pagar la cantidad solicitada por esos inhumanos comerciantes de vidas humanas.

Mientras tanto siguió sobreviviendo. Se acomodó en un rebaño de tiendas junto con otras personas que como él esperaban su oportunidad para cruzar la frontera azul que les separaba de una nueva vida. El ambiente era desolador. Niños llorando por el hambre que les apreta el estómago y el espíritu. Ancianos consumidos yaciendo moribundos al sol. Mujeres envejecidas prematuramente rebuscando algo que llevar a la boca de sus hijos. Desgraciados aprovechando cualquier oportunidad para apropiarse de las monedas bañadas por la sangre y el sudor de otros. Los que no morían de hambre lo hacía a mano de estos malnacidos. Algunos tenían mejor suerte y  tardaban poco en marchar. A pesar de todo, nunca tuvo miedo. Intentó buscar algún sitio retirado para poder dormir en calma pero la policía era muy estricta. Su negra piel le impedía confundirse con el entorno. Ante tal tesitura decidió esconder sus escasas pertenencias  lejos de allí.

El llanto de un bebe rasga repentinamente el silencio que los envuelve. Los tres salvajes que dirigen el cayuco se giran hacia el autor del desacato y con grandes aspavientos y una voz tan dura como cruel amenazan con arrojarlo a las fauces del enemigo si no cesa en el empeño de descubrir su posición. La madre, una joven que hace poco que dejó de jugar, comienza a temblar ante la posibilidad de que los matarifes cumplan su amenaza. Trata de acallar la rabia del soldadito raso que se niega a seguir más tiempo esperando el desenlace de la aventura. Ombuto intenta atraer su atención gesticulando con la cara y haciendo extrañas formas con sus manos imitando animales. Tras unos segundos más de tensión, el niño abandona su postura de rebeldía y todo vuelve a quedar en una calma relativa.

Uno de los generales de la tropa se gira hacia ellos y entre susurros les informa que se encuentran cerca de la costa. Sólo les separan 15 minutos, el comienzo de la última batalla. Les exigen que permanezcan en absoluto silencio o su misión habrá sido inútil al ser descubiertos por la policía española, el último escollo a superar. Ombuto, como soldado obediente, acata la orden conteniendo la respiración. Comienza a experimentar una extraña sensación en todo su ser. Cada metro que recorre se hace más intensa. Es la libertad. Una sonrisa surge sin previo aviso en su rostro.

De repente, el motor cesa su trabajo y el barco queda parado a merced de las olas. Las caras de los patrones han cambiado. Preocupación y miedo. Algún espía les ha informado a través del  teléfono que han sido descubiertos. Una patrulla se encamina a interceptarles. Ante el inminente enfrentamiento que se acerca sólo hay dos opciones a elegir. La retirada es la elección. Comienzan a desprenderse de componentes del batallón de ilusos e indefensos que les acompaña. Ombuto es uno de los primeros en ser arrojado al enemigo. El océano le recibe con una fría puñalada que se clava en sus entrañas. Las mujeres lloran desconsoladas pidiendo clemencia para ellas y sus hijos, inocentes actores de la tragedia. La piedad es un concepto olvidado para individuos tan crueles. En segundos abandonan el lugar dejando tras de sí un islote de pobres soldados abandonados a su suerte. En tal estado de ansiedad ninguno es capaz de asumir su destino y luchan entre ellos para mantenerse a flote. Los niños son los primeros en sucumbir al instinto de supervivencia. Los hombres se aferran a las mujeres para evitar morir ahogados. Algunas intentan zafarse. Otras prefieren acabar pronto con el sufrimiento llenando sus pulmones de agua salada, corriendo tras los hijos que partieron antes. Ombuto mira horrorizado la sinrazón que se ha apoderado de sus compañeros de viaje. Su mente refresca la sensación de libertad vivida. Sólo está a 15 minutos cumplir su sueño. Una distancia no excesivamente grande para un buen nadador como él. Gira y comienza a nadar entre cuerpos inertes empleados como tablas de salvación. Con mucho esfuerzo y la ayuda de su mente logra que su corazón no se ablande ante los gritos desesperados  de ayuda que se clavan en su espalda. Una brazada, dos brazadas.

En sus ojos cargados de lágrimas aparecen imágenes producto del esfuerzo límite al que está sometiendo a su exiguo cuerpo. Ahora está sentado delante de una gran mesa alargada repleta de abundantes alimentos y preciosas botellas de múltiples colores. Una chimenea próxima le proporciona una agradable sensación de calidez. Una puerta se abre y entra una bella mujer de larga cabellera rubia rodeada de chiquillos con piel de café con leche. Más tarde se vio regresando triunfalmente a su pueblo y a sus padres recibiéndole como a un héroe.

 Otra brazada más. Sentía la cercanía de tierra firme en su interior pero aún no divisaba la línea de luces que la anunciaban. Sólo eran 15 minutos, había dicho un indeseable.  Los músculos de los brazos se iban atenazando cada vez más por causa del esfuerzo realizado y de la temperatura gélida de las aguas. Comenzaba a sentirse algo débil. Su confianza iba aminorando. Su cabeza se llenó de una espesa nube negra y las imágenes desaparecieron por completo. Una riada de terror arranca de cuajo la poca esperanza que aún le queda. Tal vez no sería capaz de llegar a cumplir su sueño. Trata de animarse a si mismo repitiéndose que era el momento de ser fuerte y proseguir la lucha hasta el final. Reúne todo el ardiente valor que encuentra en su congelado cuerpo para continuar su travesía.

Tras cinco minutos más flotando, sin apenas moverse,  seguía sin distinguir nada parecido a tierra firme. Llevaba más de media hora sufriendo sobre la superficie del océano, luchando por sobrevivir y cumplir su destino. De pronto un reflejó de lucidez ilumina la oscuridad en que se halla pérdida su mente. Eran 15 minutos a bordo de la patera, lo que podía significar más de una hora nadando. En ese preciso instante comprende que no lo conseguirá nunca. Apenas podía mantenerse a flote. Aprovechó las lágrimas que desbordaban sus ojos para expulsar la rabia que se acumulaba en su interior por el grave error cometido. Su ansía por un futuro mejor le iba a costar la vida. Recuerda todos los momentos que ha vivido hasta llegar allí y descubre que ha tenido muchas señales que le indicaban que su aventura tendría un desenlace fatal.

Su cuerpo comienza a hundirse lentamente entre las frías aguas. No se resiste. Desea acabar cuanto antes con tanto dolor. Nada puede cambiarse llegado el momento final. Ha perdido su particular batalla con la vida. Como un último gesto de fortaleza se obliga a mantener sus ojos abiertos. Quiere morir viendo la inmensidad del cielo como en las noches de verano en que soñaba con su destino. Un sueño que nunca creyó que acabaría así.

 

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